En ruta por las poblaciones manchegas, como otras veces, pueden ocurrir situaciones llamativas. Sería lo mejor. Pero esta vez no. Todo, absolutamente todo, está normal.
Mal tiempo, sí, como en toda España. Lo mejor, las carreteras vacías, idóneo para superar mi temor a la conducción, que poco a poco desaparece. Se acaba cuando he llegado a Madrid y estoy dispuesta a más.
La gente aquí me mira raro. Bueno, yo también lo haría si hay una forastera tecleando en mitad de la cafetería un mini portátil rosita, que parece de juguete.
Ayer estuve en el mismo hotel que hace seis meses, pero para mi tranquilidad, no me encontré con el camarero. No hubiera sabido que decirle, imagino que nos hubiéramos reído por lo absurdo de la situación.
Al otro lado del teléfono, Superhanna dando ánimos y el superintendente cantándome canciones como la de "precaución amigo conductor".
Ya se ha enfriado el café, y parece que puede ser momento de que recoja bártulos y me dirija a la agencia objetivo. El coche, en el otro lado del pueblo, no importa, las calles ya son de seda acostumbrada a andar tanto.
Dentro de pocas horas, por fin en el piso. Y dentro de un par de días, por fin, en mi casa.