lunes, 19 de marzo de 2012

XLVII: Huelva

Revolotean las golondrinas en mi terraza, vuelan bajo a estas horas, cuando el sol empieza a caer, y sus reflejos dibujan en la Ría un traje a rayas. La gente abarrota las terrazas, los primeros helados pasean por las calles, y los cochecitos de los bebés parecen competir por quién lleva al niño más bonito.
Las pelotas golpean árboles de los parques, y los toboganes piden la vez en ese juego.
Empieza a oler a sal, empieza a verse arena por doquier, y sombrillas, y neveras, y tablas de surf y piraguas. Empieza a haber ganas de playa y de verano.
Pero primero hemos de ver la primavera. Mañana llegará a nuestros días, esa estación que consigue cambiar el ánimo de la gente, que consigue sacar las sonrisas, las miradas tiernas, la sensación de libertad, y de amistad.
Pero en Huelva lleva siendo primavera desde que vine. El sol sale todos los días por mi cabeza, y cae por mis pies, y da paso a la noche más clara y estrellada que haya podido tener en años. Y las luces del puerto al fondo, me cuentan que ha pasado en el mar ese día, y los destellos de la luna se reflejan de nuevo en la Ría.

Se acabaron las inseguridades de la novedad y la adaptación a la nueva vida. En dos meses me he hecho a la ciudad como ella a mi. Y son los pequeños detalles que descubro día a día los que me dan la vida, esa vida que no tengo miedo de compartir. Y son esas pequeñas cosas, que los lugareños rechazan, las que yo utilizo para inspirarme, para encontrarme, para disfrutar de algo que me dejan solo para mi.

El cielo se tiñe de malva, y las carreteras se llenan de farolillos, y  yo espero a mi amor, con la ilusión del primer día, pero con la intensidad del tiempo.