Tras el baile de fin de curso, una maleta, el Renault 6, y la A-316 abrían las puertas a lo que un largo verano de tres meses nos esperaba con los brazos abiertos.
Cierto es que nos daba algo de pena ver a mis padres despedirse de nosotros hasta el siguiente fin de semana. Pero sólo una poca de pena.
Abríamos la puerta del patio antes de que papá metiera el coche de culo, siempre del mismo modus operandi, porque si no, raspaba el largo morro que tenía la "marranica".
Los dompedros habían florecido ya, el níspero y el ciruelo estaban rebosantes, y la palmera, tan flamenca y frondosa como siempre, fruto de la discordia entre la vecina bruja que se quejaba constantemente de ella. Pobre palmera, que culpa tenía de ser tan bonita. El pinsapo, tan verde, tan alto, tan imponente, tan acogedor en su pie, para darnos sombra en las calurosas tardes.
Y mi abuela, al fondo, en la calzada, sentada rezando el rosario de la tarde, en su mesita camilla y su mecedora roja, con esos cojines tan horteras que siempre terminaban por los suelos, por el vaivén de la misma.
Esos besos, esos abrazos tan fuertes y que con tanta alegría nos recibían. Una cenita rápida, un "portaos bien y haced caso a la abuela" y una envoltura de amor de madre, dejándonos pasar las vacaciones lejos de su ala. En realidad, nadie nos obligaba. Era lo que esperábamos. Era lo que tocaba cada año.
Día tras día, las rutinas eran las mismas. Madrugar, hacer los recados, ordenar la casa, ayudar a hacer la comida, recoger la mesa, salir al patio huyendo de la siesta, entrar a los 10 minutos por no aguantar el calor, tirarnos al suelo en una manta bajo el ventilador, ver Curro Jimenez, Verano Azul o la novela de turno que mi abuela siguiera, merendar, ayudarle a vestirse para ir a misa, jugar corriendo, regar las plantas, ducharnos, cenar esos bocadillos impresionantes de mortadela Pamplonica, salchichón o salchichas con ketchup.
Y salir a la calle oliendo a Nenuco, con las esparteñas y los pantalones cortos, con las rodillas llenas de desollones, con la silla de ella, para dejarla sentada en casa de las vecinas, y mientras, de lejos nos vigilaba, ir a la plaza, a por la recompensa diaria: la granizada de Periquillo, a 6 duros el vasito, ese gran misterio alimenticio, con más secreto que la Cocacola. Un par de horitas haciendo el cabra por la plaza, y a casa de nuevo. La noche no terminaba ahí, porque la sesión de observar el cielo, con las luces apagadas, las toallas por encima por el fresquito, y contar las estrellas, no podía faltar.
Así, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes...El sábado volvían mis padres, mi madre hacía la comida, mi padre lavaba el coche, mi abuela se ponía nerviosa, y nosotros nos aprovechábamos de los mayores para que nos dieran dinero y poder comprar los helados grandes.
Y los días que la Tita estaba, todo era distinto. Entonces sí no hacíamos nada, sólo disfrutar, pues nos llevaba a tomar mostos tintos a la plaza, a comprar a los supermercados, a probarnos ropa, a la piscina, a bailar a la discoteca de verano.
Que felices éramos con tan poco, nos bastaba con llenarnos de tierra las manos, con correr delante de la manguera y con contar las estrellas y los aviones que pasaban por encima de nuestras rubias y pequeñas cabezas. Cuanto valor adquieren las anécdotas, cuando tan lejanas están.
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